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3 Librodot El mantel de Tabby Louisa M. Alcott EL MANTEL DE TABBY Louisa M. Alcott Digitalizado por El vigésimo día de marzo de mil setecientos setenta y cinco, una niña recorría un camino rural con una cesta de huevos al brazo. Parecía tener mucha prisa y miraba ansiosa a su alrededor a medida que avanzaba, pues aquellas eran épocas de revuelta, y Tabitha Tarbell vivía en un pueblo que tuvo famosa participación en la Revolución. Era una muchacha de catorce años, sonrosada, de mirada vivaz, plena de vigor, coraje y patriotismo, y muy excitada en ese entonces por los frecuentes rumores que llegaban a Concord según los cuales los ingleses llegarían para destruir las provisiones guardadas allí durante la ocupación enemiga de Boston. Al pensar en esa posibilidad, Tabby ardía de cólera y metafóricamente amenazaba con un puño al augusto rey Jorge pues era una pequeña y leal revolucionaria dispuesta a pelear y morir por su patria antes que someterse a una tiranía de cualquier especie. En casi todas las casas se ocultaba algo de valor. El coronel Barret tenía seis barriles de pólvora; Ebenezer Hubbard, sesenta y ocho barriles de harina; en casa de Daniel Cray había hachas, carpas y zapas; el capitán David Brown guardaba fusiles, cartuchos y balas para mosquetes. En los bosques se ocultaban cañones; en el taller de Barret se fabricaban armas de fuego; en el de Reuben Brown, cajas para cartuchos, cinturones y pistoleras, salitre en el de Joshia Melvin, y se preparaba harina de avena en cantidad en casa del capitán Timothy Wheeler. Por la mañana se disparaba un cañón; de noche una guardia de diez hombres patrullaba el pueblo, y los bravos granjeros se preparaban para lo que vendría. En el pueblo vivían realistas que proporcionaban al enemigo cuanta información lograban reunir; por lo tanto, hacía falta suma cautela al trazar planes, para evitar que esos enemigos los traicionaran. Se adoptaban contraseñas, se utilizaban señales secretas, y se enviaban mensajes de casa en casa de las maneras más extrañas. Uno de esos mensajes iba en el fondo de la cesta de Tabby, bajo los huevos, y la valerosa niña cumplía un importante encargo de su tío, el capitán Brown, para el diácono Cyrus Hosmer, quien habitaba en el otro extremo del pueblo, junto al Puente del Sur. Ya había sido empleada varias veces de idéntica manera, demostrando que tenía una inteligencia vivaz, un corazón fuerte y unos pies ágiles. Al avanzar con su capa, y capucha rojas, deseaba poder distinguirse más aún mediante algún gran acto de heroísmo pues al enterarse de cómo había corrido de noche a la casa del capitán Barret, para, avisarle que el doctor Lee, un realista, acababa de ser descubierto enviando información de ciertos planes secretos al enemigo, el buen párroco Emerson le había palmeado la cabeza diciendo: -¡Bien hecho, hija mía! "Haría más que eso, pese a que tuve miedo al cruzar el bosque a oscuras. A esos les gustaría saber todo lo que yo sé acerca de los depósitos. Pero no se lo diría ni aunque me atravesaran con una bayoneta... No les tengo miedo", se dijo la niña, y alzó la cabeza desafiante, al detenerse para pasar la cesta de un brazo al otro. Pero es evidente que algún temor sentía, porque sus mejillas rubicundas palidecieron y el corazón le dio un vuelco al ver aparecer a dos hombres que se detuvieron bruscamente. Eran forasteros y, pese a que sus vestimentas no lo indicaban así, ella advirtió en seguida que eran soldados; su paso y su actitud los delataban. Además la manera en que tan marciales caballeros se transformaron en inofensivos caballeros avivó en seguida sus sospechas. Después de cambiar algunas palabras en voz baja, los dos se adelantaron balanceando sus bastones; uno silbaba y el otro miraba con atención a uno y otro lado del camino solitario. -Linda señorita, ¿ puedes decirnos dónde vive el señor Daniel Bliss? -inquirió el más joven, con una sonrisa y una venia. Tabby se sintió segura de que eran ingleses, pues la voz del desconocido era profunda y plena su cara rubicunda, y el hombre a quien buscaban era un realista bien conocido. Pero sin dar otra señal de alarma que el leve rubor de sus mejillas, repuso cortésmente -Sí, señor; en aquella dirección. -Gracias, y te daré un beso de premio - anunció el joven, inclinándose para cumplir lo prometido. Pero recibió en la oreja un buen golpe de Tabby, que huyó furiosa e indignada. Ellos mismos siguieron su camino riendo, sin imaginar que la pequeña rebelde se convertiría a su vez en espía y los burlaría. Ella continuó su viaje hasta llegar a casa del diácono Hosmer, donde, luego de cumplir con lo encomendado, agregó la noticia de que acababan de llegar forasteros al pueblo. -Debemos averiguar algo más acerca de ellos -declaró el diácono-. Esposa mía, dale un vestido diferente y envíala con huevos a casa de la señora Bliss. A nosotros nos sobran, y Tabby podrá observar bien mientras descansa y conversa. Hay que vigilar mucho a Bliss, porque es un bribón y nos perjudicará. Y así partió Tabby, con capa y capucha blanca, sumamente complacida con su misión, y al llegar a casa del realista cerca de mediodía, aspiró desde lejos el apetitoso aroma de carne asada y pasteles. Se acercó silenciosa a la puerta del fondo, atisbó por una ventanilla y alcanzó a ver a la señora Bliss y la criada, quienes, ocupadas en la cocina, no advirtieron la presencia de la pequeña espía. Esta se dirigió sin ser vista al frente de la casa, a fin de echar una ojeada general antes de entrar. Todo lo que vio confirmó sus sospechas, puesto que en la sala de guardar habían servido una mesa a todo lujo, con los jarros de plata, la mejor porcelana y el magnífico mantel de damasco que la dueña de casa reservaba para los días de fiesta. Otra ojeada por entre las lilas que crecían delante de las ventanas de la sala, le permitió ver a los desconocidos y al señor Bliss que, allí encerrados, discutían con seriedad, aunque en tono demasiado bajo para que una sola palabra alcanzara sus aguzados oídos. "Tengo que enterarme de sus propósitos. Estoy segura de que buscan hacernos daño, y no pienso regresar sin haberlo averiguado", pensó Tabby antes de entrar resuelta en la cocina, para ofrecer sus huevos con un cortés mensaje de la señora Hosmer. -Son muy bien recibidos, hija. Ya utilicé una cantidad para mis flanes y me harán falta más para el licor... Tenemos visitantes inesperados a cenar, por eso estoy tan aturrullada -declaró la señora Bliss, quien aparentaba estar preocupada por algo más que la cena, y que en su confusión olvidó sorprenderse ante el insólito regalo, puesto que los vecinos los evitaban, y la pobre mujer pasaba muchas ansiedades a causa de su marido y la división de la familia : un hermano era realista, el otro rebelde. -¿Puedo ayudarla, señora? Según dice tía Hitty, soy experta en esto de batir huevos. Estoy cansada y no me vendría mal sentarme un poco, si no estorbo -sugirió Tabby, resuelta a descubrir algo antes de partir. -Pero estorbas. No nos hace falta ayuda ninguna, de modo que más te conviene volver a tu casa antes de que recibas una azotaina. Aquí no queremos chismosas -declaró la vieja Puah, la criada, una solterona avinagrada que simpatizaba con los realistas y proclamaba abiertamente su deseo de que los ingleses aplastaran pronto y bien a los rebeldes yanquis. La señora Bliss, que estaba en la despensa, no se enteró de esta escaramuza, ya que Tabby se ofendió muchísimo por el mote de "chismosa", pese a saber que los ocupantes de la sala no eran los únicos espías en aquella casa. -Cuando los echen a todos del pueblo a toques de tambor, y arrasen esta casa, puede que busquen mi ayuda, y ojalá que la obtengan. ¡Buenos días, vieja gruñona! -exclamó la atrevida Tabby, que recogió su cesta y salió de la cocina con la nariz al aire. Pero al pasar frente a la casa, no pudo resistirse a echar otra mirada a la mesa de la cena, ya que en aquellos días eran pocos los que tenían tiempo ni ánimo para festejar, y rara vez aparecían la mejor mantelería y vajilla. Cuando la niña se asomó por una ventana abierta, algo se movió bajo el largo mantel que llegaba hasta el piso. No era el viento, pues aquel día de marzo era calmo y soleado. En cambio un minuto después un gato gris asomó la cabeza y, ronroneando, salió a recibir a la visitante que lo había despertado de su sueño. "Donde puede ocultarse ese gato, podré hacerlo yo... ¿Me atreveré? ¿Qué sería de mí si me descubrieran? Pero, ¡qué magnífico si alcanzara a oír lo que traman esos sujetos! Lo haré". Decidida, por un ruido que se oyó en la pieza contigua, arrojó la cesta entre los arbustos, entró de un ágil brinco y desapareció bajo la mesa, mientras el gatito, con toda calma, se lavaba la cara en el antepecho de la ventana. Hecho esto, el corazón de Tabby quedó agitado, pero ya era tarde para retroceder, pues en aquel instante entró la señora Bliss, y la pobre niña solamente pudo empequeñecerse lo más posible, bien oculta bajo los largos pliegues que caían por todos los lados desde lo alto de la mesa ancha y anticuada. La charla de las mujeres no le permitió descubrir nada, pues se refería a queso de salvia, ponche de huevo, cerdo asado, y lamentos acerca de una torta quemada. Cuando sirvieron la cena y llamaron a los huéspedes a comer,, Tabby había recobrado la serenidad, y el orgullo le dio valor para estar dispuesta a las consecuencias, cualesquiera fueran. Por espacio de un tiempo el apetito de los caballeros les impidió decir gran cosa, pero en cuanto salió la señora Bliss y llegó el licor, se dispusieron a cerrar trato. ' La ventana estaba cerrada, por lo cual Tabby se felicitó de estar dentro; los conspiradores se acercaron tanto y hablaron en voz tan baja, que apenas podía captar una frase ocasional, lo cual la hizo tirarse del cabello con irritación, y además blasfemaban muchísimo, para gran horror de la niña. Pero lo que oyó le bastó para comprobar que estaba en lo cierto, pues aquellos hombres eran el capitán Brown y el alférez De Bernicre, del ejército británico, enviados para averiguar dónde se guardaban los pertrechos y con qué defensas contaba el pueblo. Oyó decir al señor Bliss que algunos de los "rebeldes", como llamaban a sus vecinos, le habían enviado el mensaje de que no saldría vivo de la aldea, y que sentía gran temor por su vida y propiedad. Oyó responder a los ingleses, que si los acompañaba lo protegerían, puesto que estaban armados, y sin duda tres de ellos juntos podrían escapar a salvo, ya que nadie estaba enterado de su llegada, salvo aquella niña esmirriada que les había enseñado el camino. Al oírlos, la "niña esmirriada" asintió con la cabeza, esperando que al que hablaba le ardiera aún la oreja por el bofetón recibido. El señor Bliss accedió satisfecho a este plan, y anunció que les mostraría el camino a Lexington, que les permitiría llegar a Boston con mayor rapidez que por Weston y Sudbury, por donde habían venido. -Los pobladores no combatirán, ¿verdad? -inquirió el alférez De Bernicre. -Allí tienen uno que los combatirá hasta la muerte -respondió el dueño de casa, mientras señalaba a su hermano Tom. que trabajaba en un campo distante. El militar volvió a lanzar un juramento y al dar un taconazo en el suelo, pisó la mano de la pobre Tabby, que se adelantaba para captar hasta la última palabra. Tan cruel golpe estuvo a punto de arrancarle un grito, pero se mordió los labios y no se movió siquiera, aunque estaba a punto de desvanecerse de dolor. Cuando pudo volver a escuchar, Bliss estaba revelando todo lo que sabía acerca de los escondites de pólvora, cereal y armas que el enemigó deseaba capturar y destruir. No pudo decirles mucho, pues los secretos estaban bien guardados pero de haber sabido que nuestra pequeña rebelde tomaba nota de sus palabras bajó su propia mesa, habría estado menos dispuesto a traicionar a sus vecinos. Sin embargó, ninguno sospechó que los escuchaban, y Tabby no pudo sino contemplar furiosa esos tres pares de botas embarradas, deseando ser un hombre para poder pelear con sus tres dueños. Y estuvo a punto de tener una oportunidad de pelear ó escapar, pues en el momento en que se disponían a abandonar la mesa, un súbito estornudo estuvo a punto de traicionarla. Creyéndose perdida, ocultó el rostro, preparada para que los soldados furiosos, la arrastraran quizás a una muerte instantánea. -¿Qué es eso? -exclamó el alférez, durante la súbita pausa que siguió a aquel ruido fatal. -Fue bajó la mesa -agregó el capitán Brown, mientras levantaba con una manó una punta del mantel. Tabby se estremeció y contuvo el aliento, con la vista fija en aquella manó oscura y grande, pero en seguida estuvo a punto de reír de gozo, pues el gatito la salvó. Estaba dormitando sobre su falda tibia, y cuando vio levantarse el mantel, supuso que su amó iba a alimentarlo, de modo que se levantó y salió con fuerte ronroneo, la cola erecta y su punta blanca ondeando como una bandera de tregua. -No es más que el gato, caballeros... Un animalito bueno y que, por suerte para nosotros, no puede informar de nuestra conferencia -declaró el señor Bliss, con aire de alivió, pues se había sobresaltado ante la mera idea de que los espiaran. -Estornudó como si fuera un consumidor de rapé tan grande como esa vieja que nos indicó la casa -rió el alférez cuando todos se incorporaron. -¡Y aquí viene ahora, como si la persiguieran nuestros granaderos! -agregó el capitán, al oír ruido de pasos y una voz quejumbrosa que se acercaba cada vez más. Tabby tomó aliento y juró que pediría ó compraría al gato que acababa de salvarla de la destrucción. Después olvidó sus propios aprietos al escuchar a la pobre mujer, quien' gritaba que sus vecinos le exigían que abandonara el pueblo en seguida, ó ellos la cubrirían de alquitrán y emplumarían por mostrar a los espías el caminó de la casa de un realista. "Menos mal que vine a enterarme de sus planes, Q podría verme en situación parecida", se dijo la niña convencida de-que cuanto más riesgos encontrara, mayor heroína sería. El dueño de casa consoló a la mujer, invitándola a quedarse allí hasta que los vecinos la olvidaran, y los oficiales le dieron un poco de dinero para pagarle el costoso servicio prestado. Después los tres hombres abandonaron la sala, y luego de cierta demora partieron, pero Tabby se vio obligada a quedarse en su escondite hasta que las mujeres levantaron la mesa y se pusieron a lavar platos en la cocina, absortas en sus habladurías. Entonces, al fin, la pequeña espía salió arrastrándose en silencio, y tras levantar la ventana con cautela, se alejó corriendo con toda la prisa que le permitían sus piernas entumecidas. De todos modos, cuando por fin llegó a casa del diácono y le contó lo sucedido, los realistas se hallaban bien lejos, pues Bliss les había proporcionado cabalgaduras para poder huir él mismo con mayor rapidez. Así que escaparon, pero la alarma estaba dada, y Tabby recibió grandes elogios por la hora pasada bajo la mesa. Los pobladores apresuraron sus preparativos y tuvieron tiempo de trasladar sus pertenencias más preciadas a las aldeas vecinas, preparar el cañón y ejercitar a sus milicianos, pues aquellos decididos campesinos se proponían resistir a la opresión, y el mundo entero sabe qué bien se desempeñaron, una vez llegado el momento. Fue aquella la primavera más temprana que se veía desde hacía años, y ya el diecinueve de abril los árboles frutales echaban ya sus brotes, crecía el cereal plantado en invierno y los majestuosos olmos que bordeaban el río y las calles de la aldea florecían con rapidez. Parecía una lástima que un mundo tan hermoso fuera a ser turbado por el combate, pero la libertad era más cara que la prosperidad o la paz, de modo que los jóvenes abandonaron sus lechos cuando llegó - el doctor Prescott, cabalgando como si en ello le fuera la vida, para transmitir el mensaje traído por la noche desde Boston, por Paul Revere : "¡A las armas ! ¡ A las armas ! ¡Vienen los ingleses!" Como una chispa eléctrica, la noticia corrió de casa en casa, y los hombres se aprestaron al combate, mientras las mujeres los alentaban a ponerse en marcha y esforzarse para proteger el tesoro confiado a su custodia. Poco más tarde, llegó la noticia de que los ingleses se hallaban en Lexington y que había tenido lugar un derramamiento de sangre. Entonces los granjeros se echaron las armas al hombro, con pocas palabras, pero con expresión resuelta, y a la salida del sol estaban preparados cien hombres, con el buen párroco Emerson al frente. Otros hombres acudían desde los pueblos vecinos, y todos sentían que había llegado la hora en que la paciencia dejaba de ser una virtud y era justo rebelarse. Grande era la excitación por todas partes, pero en casa del capitán David Brown un corazoncito latía lleno de esperanza y temor : el de Tabby, que desde la puerta miraba el pueblo, del otro lado del río, donde redoblaban tambores, repicaban campanas y la gente corría de un lado otro. -No podré pelear, pero tengo que ver -declaró y, tomando su capa, corrió al puente del Norte, prometiendo a su tía regresar- a avisarle en cuanto apareciera al enemigo. -¿Qué pasa? ¿Ya vienen? -le gritó la gente desde la rectoría y las pocas viviendas que en esa época se alzaban a lo largo del camino. Pero Tabby, ansiosa por ver lo que sucedía en aquel día memorable, se limitó a sacudir la cabeza y correr más rápido. Al llegar al centro de la población, descubrió que la pequeña compañía se había puesto en marcha por el camino de Lexington para salir al encuentro del enemigo. Sin descorazonarse, corrió entonces en esa dirección, subió a una alta ribera y esperó la llegada de los granaderos británicos, de quienes tanto oyera hablar. Llegaron a eso de las siete, con el sol reflejado en las armas de ochocientos soldados ingleses marchando hacia los cien intrépidos granjeros, que aguardaron hasta tenerlos a escasa distancia. -Resistamos y, si tenemos que morir, hagámoslo aquí -proclamó el valiente párroco Emerson, que seguía entre su gente, dispuesto a cualquier cosa, menos a rendirse. -¡No -repuso un cauteloso hombre de Lincoln-, no nos conviene empezar la guerra Así fue como, de mala gana, retrocedieron hacia el pueblo, seguidos lentamente por los ingleses, fatigados como estaban por su marcha de diez kilómetros a través de las montarlas, desde Lexington. Al llegar a una casita construida en la ladera, uno de los sedientos oficiales descubrió un pozo, con un balde que se balanceaba al final de una larga pértiga. Subió corriendo y estaba a punto de beber, cuando una niña, que estaba agazapada junto al pozo, se incorporó de un salto y con enérgico ademán, le arrojó agua al rostro, al tiempo que exclamaba: -¡Así servimos a los espías! Antes de que el alférez De Bernicre -pues él era, actuando como guía del enemigo- pudiera despejarse los ojos y secarse la cara empapada, Tabby había desaparecido colina arriba, con una carcajada y un ademán de desafío para los casacas rojas de abajo. De muy buen humor por tal hazaña, corrió por todo el pueblo, observando a los ingleses en su obra destructiva. Derribaron y quemaron el poste de la libertad, abrieron sesenta barriles de harina; arrojaron quinientas libras de pelotas dentro de la represa del molino y de los pozos, e incendiaron los tribunales. Otras expediciones partieron hacia distintos barrios del pueblo, para saquear casas y destruir todas las tiendas que pudieran encontrar. El capitán Parsons fue enviado a tomar posesión del Puente del Norte, y De Bernicre lo condujo, pues en su anterior visita había tomado notas y era un buen guía. Cuando se pusieron en marcha, una pequeña figura escarlata partió volando frente a ellos, y desapareció en la curva del camino : era Tabby, que se apresuraba a volver en busca de su tía, para prevenirla. -¡Pronto, niña!, ponte esa bata y esta cofia, y acuéstate en seguida. Esos entremetidos se apiadarán sin duda de una niña enferma y respetarán esta pieza, si no respetan otra - ordenó la señora Brown, mientras con celeridad, ayudaba a Tabby a ponerse una bata corta y una cofia redonda, y la arropaba bien cuando estuvo acostada, pues entre los blandos colchones de plumas se ocultaban muchos mosquetes, el mas preciado de sus tesoros. Esto ya estaba planeado de antemano, de modo que Tabby, muy satisfecha, descansó mientras relataba lo sucedido. Entretanto, su tía Brown colocaba sobre la mesa frascos de medici...
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